¡Señor, ten compasión de mí…!
- Pbro. Francisco Suárez González
- 25 oct
- 3 Min. de lectura

En esta ocasión el Señor nos enseña otra actitud que debemos tener cuando oramos: nuestra oración debe estar permeada de una profunda humildad y sencillez de corazón. Y, para ello, nos presenta la parábola del fariseo y el publicano.
San Lucas nos explica el por qué de esta historia: Jesús muestra ciertas actitudes que no ayudan en la construcción de las relaciones humanas y tampoco en la relación con Dios: “algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”. Esta es la postura típica del hombre altanero y orgulloso, autosuficiente y plagado de sí mismo, que se considera superior a los demás y con derechos adquiridos. En los tiempos de Jesús este era, por desgracia, el comportamiento de muchos de los fariseos.
El fariseo subió al templo a orar y, “erguido, oraba para sí en su interior”. Es un monumento al orgullo. Ni siquiera se digna ponerse de rodillas para orar. No. Se queda en pie, “erguido”, encopetado en su soberbia, mirando por encima de los hombros a los demás con una autocomplacencia que indigna. Es un tipo antipático y chocante no sólo por el hecho de alabarse a sí mismo con tanta desfachatez, sino, sobre todo, por compararse con sus semejantes y despreciarlos en el fondo de su corazón. Al igual que otros fariseos, se sentía santo y “perfecto” porque observaba escrupulosamente las prescripciones externas de la Ley. Sin embargo, aparece como un ser egoísta, soberbio e injusto con sus semejantes.
Este hombre no habla con Dios, sino que se habla a sí mismo, se alaba y se autojustifica de un modo ridículo y pedante, presentando ante Dios sus “condecoraciones”, sus muchos“méritos” y títulos de gloria. Esta era su “oración”: una autoexaltación y un total desprecio de los demás. Y lo más triste del caso es que este pobre hombre creía que así agradaba al Señor.
Como contraparte, nos presenta Jesús al publicano: “se quedó atrás –en la última banca del templo— y ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: ¡oh Dios!, ten compasión de este pecador”. ¡Qué tremendo contraste! Este hombre sabía delante de quién estaba y reconocía todas sus limitaciones personales. Experimentaba ese religioso y santo temor de presentarse ante Dios porque sentía todo el peso de sus muchos pecados; era profundamente consciente de su indignidad y sólo se humillaba, pidiendo perdón por sus maldades. Y en su humildad, ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo y se golpeaba el pecho pidiendo perdón y compasión al Señor que todo lo puede.
¡Qué diferencia de actitudes! Si nosotros tuviéramos que juzgar en el lugar de Dios, seguro que escogeríamos a este segundo hombre. Su humildad tan sincera nos conmueve y nos conquista el corazón. Enseguida sentimos simpatía por este último personaje. Los publicanos no gozaban precisamente de buena fama en Israel. Eran considerados pecadores públicos, enemigos del pueblo escogido, amigos del dinero y de la buena mesa. Y, a pesar de todo, creo que con mucho gusto perdonaríamos al publicano sus muchos errores y pecados. ¿Y acaso Dios iba a obrar de un modo diferente? “Yo les digo –concluye nuestro Señor— que el publicano bajó a su casa justificado –o sea, perdonado y salvado— y aquél no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”.
La invitación está hecha. El Señor nos está moviendo a orar con una grandísima humildad, sabiendo que no tenemos ningún motivo de gloria, ningún mérito personal, ninguna razón para “exhibirnos” y presumir ante Él, como hizo el fariseo. Al contrario. A veces nos miramos llenos de miserias, y sin Él nada somos ni nada podemos en el orden de la gracia. Una gran cosa es el poder orar con el corazón contrito y humillado, desde ahí pedimos la misericordia del Señor porque la humildad conquista el corazón de Dios.






Comentarios