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Señor, si hubieras estado aquí…

  • Isaías Mauricio Jiménez
  • 1 nov
  • 3 Min. de lectura

Este domingo la Iglesia hace una pausa. Detiene el ritmo del tiempo ordinario, interrumpe el curso de la liturgia para abrir espacio al recuerdo, al silencio, al misterio: nos hace mirar de frente el umbral de la eternidad, no con miedo, sino con fe. Es un gesto profundamente humano y, al mismo tiempo, hondamente espiritual el buscar y hallar a Dios en todas las cosas, incluso en la experiencia del dolor y de la pérdida. No hay rincón de la vida donde Dios no se deje encontrar; tampoco en el paso a la vida eterna, que para muchos parece el límite de todo. En este día, Dios nos invita a descubrir que también ahí, en el umbral de lo que no entendemos, Él está.


Recordemos el evangelio donde Jesús llega a Betania y encuentra a Marta sumida en la tristeza: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto». Esa frase, tan humana, podría salir de nuestros propios labios, es el reclamo que nace del amor herido, de la fe que no entiende, de la esperanza que se tambalea. Sin embargo, Marta nos deja una enseñanza, no se queda ahí, solo ahí, enseguida dice algo que sostiene su alma —«Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Él te lo concederá»—. En medio del duelo, Marta cree. Y Jesús le responde con una de las palabras más profundas de todo el Evangelio: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá».


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Hoy, mientras recordamos a nuestros fieles difuntos, esas palabras resuenan con especial fuerza. Nos recuerdan que la fe cristiana no es una idea sobre la muerte, sino una relación con el Dios de la vida. La muerte no tiene la última palabra, porque el Señor mismo la habitó y la venció desde dentro. Como nos lo recuerda san Pablo: «Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él» (Rom 6,8). Esta razón es la que nos lleva a celebrar, celebramos la memoria, la vida que permanece, el amor que no se apaga.


El Señor no ofrece teorías sobre el dolor, Él acompaña, se conmueve, llora. En ese gesto profundamente humano se revela el rostro de un Dios que no se queda en la alto, sino que baja hasta el sepulcro de nuestras penas. Hoy podemos recordar al Compañero de Jesús que nos enseñó que la fe verdadera no se queda en las palabras, sino que «el amor se ha de poner más en las obras que en las palabras». En este día, ese amor se hace obra al vivir plenamente con nuestros seres queridos, aquellos que aun caminan con nosotros en este mundo, valorando cada sonrisa, cada espacio, cada diálogo como único, y sí, también cuando elevamos una plegaria por aquellos que ya no están y que nos han precedido en la casa del Padre.


Celebrar a nuestros difuntos, más allá de una tradición, es celebrar la vida. Es llenar de color, alegría, de flores y de fe los nombres de quienes amamos. Pero como creyentes, sabemos que detrás de cada vela y de cada fotografía hay un acto de fe: creemos que están vivos en Cristo, y que un día nos volveremos a encontrar en su reino. Por eso al recordarlos, no hablamos al vacío, sino que hablamos al corazón de Dios, que los tiene en sus manos.


Hoy también a nosotros el Señor nos pregunta, como a Marta: ¿Crees esto? y de aquí teniendo presente que en Él la vida no se acaba, solo se transforma ¿Creo de verdad que la vida no termina aquí? ¿Creo que el amor tiene más fuerza que la muerte? ¿Creo que, aun en medio del dolor, Cristo es vida? Hablo de esto con el Señor, y dejo que su Espíritu me haga responder con sinceridad desde el corazón…



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