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Piedras vivas

  • Foto del escritor: Pbro. Artemio
    Pbro. Artemio
  • 27 jun
  • 2 Min. de lectura

Pocas veces escuchamos de los labios de Jesús algún elogio. Y los que nos han quedado grabados van en la dirección de un crecimiento en la fe. Por ejemplo, Jesús le dice a aquella mujer que padecía flujo de sangre «Hija, tu fe te ha salvado, vete en paz» (Mc 5, 34); a la extranjera que gritaba detrás de Él le confirma «Mujer, grande es tu fe» (Mt 15, 28); a aquel centurión romano le comenta «No he hallado tanta fe en Israel» (Lc 7, 9); y así, descubrimos que lo que ensalza el Señor Jesús en cada ser humano es la vivencia de una fe que une el corazón con el de Dios.

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En el caso de Simón, hijo de Juan, vemos que hay algo todavía mayor. Además de reconocer su fe, le llama bienaventurado. Esa bienaventuranza le viene por haberse abierto y dejado conducir por la revelación que le ha brindado el Padre que está en el cielo; y por haber expresado con todo su ser la gran confesión de fe y de vida para el hombre: reconocer al Mesías, al Hijo de Dios, presente y actuante en la propia vida, vivido y sentido en amistad. Es la experiencia del Dios que se hace amigo de los hombres, y que se ha hecho como uno de nosotros para abrazar, amar y redimir nuestra humanidad.

 

Sin embargo, no todo se queda allí. También le confiere un sobrenombre: Pedro (Kefa,petros: piedra), roca firme, sobre la que expresa su voluntad de erigir la Iglesia. Aquí aparecen elementos mayores a un elogio. Sabemos que Pedro ha sido el primero en confesar su fe en el Señor Jesús. Eso le confiere la solidez y la firmeza de una roca. Ya en el Antiguo Testamento, se le reconocía a Abraham como una roca firme por su fe, y al mismo tiempo, aparecen algunos textos que refieren a Dios mismo como la roca firme y el libertador (Cf. 2 Sam 2, 22). 

 

Así, el elogio en este nombre conlleva el significado de una especial misión, de una nueva creación, le da una nueva identidad, pertenencia y destino. De esta manera, al igual que Pedro, cada persona que afirma su vida en la verdadera piedra angular que es Jesús el Señor, adquiere firmeza, fundamento y solidez. Incluso puede llegar a ser también instrumento sólido y fundamento en la construcción de todo edificio humano y de fe. El mismo Pedro dirá que cada creyente se convierte en una «piedra viva» en la construcción del edificio humano y espiritual que es la Iglesia (Cf. 1 Pe 2, 5). 

 

Desde este primado de Pedro, donde se fundamenta nuestra Iglesia, entendemos, pues, que la razón de su solidez está en haber encontrado un real fundamento en la piedra angular que es el Señor y que es quien sostiene todas las demás piedras vivas, a los creyentes que enraízan su vida, su amor y su fe en el Mesías, el Hijo de Dios. 

 

Finalmente, reconocemos que todo elogio que procede de Dios conlleva una dinámica salvadora en nosotros. Esos son los que realmente llenan el corazón del hombre. 

 

Vuelvo al texto y medito: ¿Qué tan fundamentada está mi vida en Dios? ¿Puede rezar mi corazón que el Señor es su roca firme? ¿En qué lo noto? En el edificio que es la Iglesia me percibo como «piedra viva», funcionando para bien del proyecto del reino de Dios? ¿A qué me invita el Señor?

 

 

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