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¡Libera nuestros corazones, Señor!

  • Foto del escritor: Pbro. Artemio
    Pbro. Artemio
  • 16 feb
  • 3 Min. de lectura

Parece, según la insistencia de san Lucas, que una de las claves de lectura para esta perícopa del evangelio es la de la relación discípulo-Maestro; o dicho de otro modo, la recepción del mensaje que el Señor Jesús va a dar necesita de los oídos abiertos y disponibles de un discípulo para su mejor comprensión y aceptación, ya que el mensaje en sí mismo es una bomba revolucionaria que desafía los esquemas que el mundo, tanto el deayer como el de hoy, normaliza y promueve. Aquí propongo detenernos un poco y asegurar esa disposición discipular: ¿me siento hoy en apertura al mensaje de Jesús? ¿Me puedo llamar discípulo suyo y sentirme en esa relación cercana con Él?

 

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El discípulo, a quien el Señor predica, es aquél cuyo centro de gravitación ha cambiado. Ya sigue la voz del Maestro, y no de cualquier maestro sino la del Hijo de Dios encarnado en Jesucristo. «Son Palabras de vida eterna» (Jn 6, 68), según lo expresó Pedro, las que salen de sus labios y que conducen a esa misma eternidad. De hecho, la Palabra eterna encarnada que ahora escuchan confiere una nueva configuración de todo aquel discípulo que la recibe. Esta pasa por lo humano y lo conduce a lo divino, que es la plenitud de vida y llega hasta la eternidad. 

 

Quien tiene a Dios como centro de vida, cambia, se transforma, se renueva, pero quien se olvida del Señor pierde sentido, rumbo e identidad, se olvida de quién es. Esa es la ceguera de hoy: mirar la realidad desde la prisa de la inmediatez, considerando lo humano y lo propio, como lo único; tomando en cuenta esquemas materializados, llenos de goces momentáneos, creyendo con ello alcanzar la verdadera felicidad. Hasta aquí sugiero otra pausa: ¿qué me dice todo esto? ¿Puedo asegurar que mi vida tiene como eje central al Señor y su proyecto? ¿Me encuentro con la disposición de corazón para abrir mi ser al mensaje que Jesús hoy me trae con este evangelio?

 

El mensaje es claro. Jesús habla de que su seguimiento no es fácil. Él no engaña. Avisa que habrá adversidad, como en la vida la hay. Pero que Dios siempre saldrá garante con cada uno de sus seguidores. Por eso comienza con las bienaventuranzas: El que le siga será feliz, dichoso, vivirá con la alegría del Señor en su corazón. Y le indicará el principio de esa felicidad que es la libertad interior: no estar atado a ninguna riqueza, confiar en Dios, ya que el Padre de todos nunca abandona. Ofrece también consuelo y saciedad de corazón en todo momento: el que tiene hambre de pan, de amor, de paz, de palabra, siempre encontrará satisfacción en su Señor, estará satisfecho. Finalmente, todo aquel que llora desamores, soledades, males de la vida, encontrará alegría y risas provenientes de la Buena Nueva siempre consoladora y gratificante de Dios.

 

Por otro lado, también previene de los modos de vida que llevan al vacío y a la muerte. Primero lamenta el modo de vida de una persona que busca saciarse de todo tipo de riqueza, de cosas materiales, de egos, de imagen, de éxitos, porque sabe que es un camino que no le sacia, siempre tendrá hambre de más.  Advierte también de las risas falsas y engaños de paraísos, ya que tarde o temprano todo eso se caerá. Finalmente señala a quienes viven por el aplauso, la imagen, el reconocimiento buscando ser especiales y tenidos como grandes, porque ellos serán tratados como falsos, ya que han falseado su realidad, no son ellos mismos. Entiende que es un camino que confiere vacíos y huecos en el corazón, porque no son verdaderos y no conducen al amor. 

 

El Señor abre un camino nuevo, libre y liberador. Entiende que la libertad se logra con la caridad (amar, salir de sí mismo) en todas sus dimensiones. Sabe que el ser humano se esclaviza cuando pone su corazón y sus seguridades de vida en otra realidad que intenta suplir a Dios (definición de ídolo) y que se cierra al donarse a la vida por amor. Nuestro Señor Jesucristo está seguro de que solo Dios es capaz de llenar y saciar hasta los bordes la vida humana, conducirla con amor y alegría y darle plenitud. Ahí quiere conducir a todo discípulo. Pero debemos tomar también nuestras decisiones en el rumbo de vida que llevamos y que queremos llevar. 

 

Medito de nuevo el texto de Lc 6, 17-26 y me pregunto: ¿Quiero que el proyecto de las bienaventuranzas me conduzca? ¿Cuál me cuesta más? ¿Con cuál difiero un poco? ¿Cuál de ellas me hace sentir confianza, paz, libertad? ¿Cómo, en el día a día me relaciono con ese Padre Bueno? ¿A qué me siento invitado hoy? ¿Me convence la libertad por el amor?

 

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