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Enséñanos a orar, enséñanos a vivir

  • Foto del escritor: Luis Ariel Lainez Ochoa
    Luis Ariel Lainez Ochoa
  • 26 jul
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 2 ago

Cuan impactante habrá sido para los discípulos ver orar a Jesús para que le pidan con determinación que también les enseñe a hacerlo. Con mucha naturalidad y sencillez Jesús les comunica a los discípulos unas breves pero importantes peticiones para dirigirse al Padre amoroso que cuida de todos. 


No obstante, en la actualidad y desde hace mucho, se constata que la oración es uno de los temas más dados por hecho en la vida de los creyentes, pero también uno de los menos entendidos y asimilados. Tanto se habla de la oración que no queda tiempo para orar, ¿qué contradictorio no? Durante siglos se ha caído en un reduccionismo malsano que entiende la oración como una seria de formulas esquematizadas que hay que recitar de principio a fin. 

Tampoco hay que caer en la trampa de que el camino de la oración es netamente espontáneo, sin forma que lo amolde o método que lo guíe. El seguidor de Jesús está llamado a prestar la suficiente atención para caer en la cuenta de que la clave de la oración no consiste en lo riguroso o en lo blando del método sino en el saber porqué oramos y a quién nos dirigimos. 


Jesús maestro y modelo de la oración enseña que el punto de partida radica en saber que nos dirigimos al Padre, a ese Abbá que es bueno, que no está lejos de quien clama ni desoye al necesitado, es ese Papá que ama profundamente, ante el cual se va ante muchas circunstancias, para pedir, para agradecer, para reconciliarse, para reposar, para aprender. 

Cristo quiere que el discípulo entienda que la oración no es un buzón de quejas y sugerencias, tampoco un instructivo para armar lo que se está desarmando, mucho menos un analgésico que nos libere momentáneamente de la pesadez de la vida, sino es una conexión vital donde se percibe con mayor claridad el amor arropador de un Dios que se interesa por su creatura, un Padre que desempaña los ojos para poder ver con mayor claridad las bondades de la vida, un sosiego casi inaudible que da paz al corazón sabiendo que Él provee lo necesario para cada uno. 


Aprender a orar es aprender a vivir, porque la vida solo se mira en su justo valor y apreciación cuando el dador de vida nos la comunica. Por esta razón Jesús deja bien en claro que el Padre no pueda dar cosas malas; haciendo una extrema comparación entre los padres terrenos que aunque pueden estar afectados por la maldad siempre procurarán dar lo mejor a sus hijos demuestra que Abbá Dios quiere darnos el mejor y más preciado regalo: su Santo Espíritu. 


Ahora bien, aunque todo lo anterior es hermoso y profundo el Señor Jesús no deja pasar las actitudes fundamentales que conviene tener presente todo orante: pedir, buscar, llamar. La oración del cristiano está invitada a pedir más de lo que ya sabe que posee por ser hijo amado (el pan de cada día, la fortaleza en la prueba), está invitada a pedir la habitación del Espíritu que nos mueve a amar y hacer el bien.


El orante no es tampoco el ser estático que piensa que a través de mantras y “decretaciones” el embrollo de la vida se irá acomodando y resolviendo, sino que busca a la vez que ora, camina a la vez que reposa, abre a la vez que confía. El orante llama sabiendo que siempre hay alguien que responde: es el Padre de todos, el que da la vida nueva a todo creyente y que ha clavado en la cruz de Cristo las cláusulas que lo condenaban.

 

¿Cómo es mi vida de oración?, ¿Qué frutos experimento cada que me dispongo a estar con el Señor en el recogimiento y el silencio?, ¿busco diariamente estos encuentros? Hablo de esto con Jesús y le pido la gracia de su Espíritu Santo. 

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