¡Enséñame, Señor, a no falsearme!
- Pbro. Artemio
- hace 12 horas
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Hace unos días, el jesuita José María Rodríguez Olaizola publicaba en sus redes sociales un texto que impresionaba desde el comienzo hasta el final. El título era «ser visto» e iba aderezado con una foto que mostraba a un gran número de personas enfocando desde sus cámaras fotográficas personales. Parte del texto decía así: «Ser es ser visto, dicen. El mundo se ha vuelto escaparate. Poses impostadas para atraer miradas y ganar halagos. Para obtener influencia. Si aún fuera influir para bien… pero es solo por brillar. Tristes estrellas fugaces que no conceden deseos. Vanidad de vanidades, alimento para egos hambrientos de adulación».

En el evangelio de hoy aparece la invitación clara de Jesús a tomar el camino de la humildad en el ámbito social. Es decir, nos señala con claridad que el afán por la búsqueda de los honores y las reverencias que inflan el ego hacen que se pierda la esencia y la fuerza de ser uno mismo. Quien falsea o manipula la realidad con intenciones mezquinas, o su única finalidad es la de aparecer como alguien importante en este mundo, ha confundido el rumbo de la plenitud y del ser.
Se parecen mucho: la búsqueda de los primeros lugares del tiempo de Jesús, con la búsqueda de la admiración y viralización que propone el esquema de las redes sociales del mundo actual. Es una falacia creer que tener los primeros lugares y ser re-conocido por ello, al igual que tener miles de seguidores y «likes», confieren al ser humano plenitud de vida desde la verdad de su consistencia humana. Es hacer creer que lo impostado y superficial, la apariencia y el status de lo social y virtual apuntan a la verdadera felicidad, esa que brota de la vivencia de la propia verdad. Y no es así. Al contrario, ensalzan cada vez más prototipos de «vida feliz» que se fincan en la fachada de lo exterior y en una frivolidad del comportamiento humano.
El Señor Jesús sabe que el camino justo va en el sentido opuesto, el que apunta en la dirección del autoconocimiento total de uno mismo, el que lleva a la humildad de reconocerse por sí mismo con sus luces y sombras, de aceptarse primero para no crear dependencias insanas de la opinión y del flash de los demás. Una vez más invita a buscar hermanarse con los demás. A buscar libremente el último lugar. Que no es una falsa modestia o baja autoestima, sino el abajarse voluntariamente de cualquier peldaño que nos sugiere el ego de toda superioridad.
Las relaciones humanas que se viven desde ahí, desde la hermandad y el servicio, desde el reconocimiento del otro como uno igual que yo, conceden puentes que permiten acercarnos y encontrarnos cada vez más. Y, por lo contrario, qué difícil se hace la convivencia con aquellos estirados en sus egos, prepotentes que se creen superiores a los demás.
Más aún, el Señor Jesús también quiere que invitemos a nuestra mesa a todos aquellos que nunca tomamos en cuenta. Ofrecer banquetes, comidas, fiestas, para los que no regresan el favor, los que no aumentan ningún status social ni dan likes, para quienes solo necesitan sin más. Si haces eso, dice el Señor, tendrás una alegría mayor. La vida, según Dios, es para compartirse sin más, no para trabajar por el reconocimiento de lo falseado, de lo hinchado de un ego que no se sacia, de vivir para que los otros reconozcan lo que se imposta. La vida plena no se nutre de los éxitos, sino del sentido profundo de una realización donada.
Medito el evangelio de hoy y me pregunto: ¿Cómo manejo las redes sociales? Pienso si yo las manejo o ya éstas me manejan a mí? ¿Cómo han influido en mi manera de pensar y de ser? ¿Logro descubrir algo de eso en mí? ¿Qué opinión tengo acerca de vivir en la libertad de mi propia verdad? ¿Hago algún trabajo interior que me ayude a ello? ¿Cómo me comporto en relación con los demás? ¿Sé vivir en familia y comunidad, al estilo de Jesús? ¿Qué me haría falta? ¿A quiénes invitaría hoy a mi mesa, según lo propuesto por Jesús? Hablo de esto con el Señor.
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