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¡Ha muerto la muerte!

  • Foto del escritor: Pbro. Artemio
    Pbro. Artemio
  • 19 abr
  • 3 Min. de lectura

El acontecimiento de la gran Resurrección del Señor Jesús ocurrió en el más absoluto silencio. Es una paradoja. Lo más grande que puede vivir el cosmos entero se dio en lo íntimo, en lo secreto. Nadie supo la hora exacta ni la manera precisa de cómo se efectuó. Es que así es como Dios suele realizar sus mejores maravillas: desde lo sencillo y lo humilde. Basta recordar el grano de mostaza, la levadura, la sal… son signos que anuncian que la obra de Dios tiene comienzos humildes pero, no con ello, menos eficaces. La eficacia de la resurrección del Señor también actúa así.


Esta gracia resucitadora que brota del corazón del Señor no solo redunda en él, sino que emana como fuente de vida y de salvación para todos nosotros. Sin embargo, cada uno, tal como aconteció con los discípulos al encontrarse con su Maestro Resucitado, tiene un ritmo propio, una experiencia singular. 

 

El Resucitado busca tener un encuentro personal con cada ser humano. Quiere que lo eterno y lo más terrenal convivan. Su búsqueda es del todo respetuosa y llena de cuidado. Así, deja ver que lo grandioso de la divinidad no aplasta ni somete, al contrario, redime, eleva y da plenitud. Pero, se insiste, todo comienza desde lo sencillo, lo humilde y en el mayor de los silencios. ¿Cómo imagino la resurrección del Señor? ¿Cómo espero que el Señor se me manifieste? ¿Qué me dice eso de lo humilde, lo sencillo y en silencio? ¿Espero que en mis momentos sencillos de oración se manifieste el Señor? 

 

Se da en lo sencillo, pero es un gran encuentro donde brota a borbotones la vida, la dicha y la felicidad. El corazón tan necesitado se ha encontrado con el Verdadero Amor, con la Amistad que tanto anhelaba. ¿Cómo guardar a solas esta gran noticia? ¿Cómo callar el alma cuando esta da gritos de júbilo por haber encontrado la plenitud de todas sus esperanzas? No se puede. Por eso lo gritamos, lo cantamos, lo festejamos, y no solos, sinoen comunidad, en familia, con los amigos. La iglesia es el lugar privilegiado para vivir y manifestar la alegría de la resurrección. ¿Cómo vivo esta alegría y todas aquellas que brotan de mi corazón? ¿Las comparto con mi familia, amigos, la comunidad? ¿Hoy tengo confianza en ello? ¿Qué me lo impide? 

 

Ahí, en la comunidad, podemos contagiarnos de gozo y esperanza. La tristeza, el miedo, la duda, la angustia, la desesperación… se ven encerradas y derrotadas. ¡Ha muerto la muerte! Y… ¡Jesús está vivo para siempre! ¡Sí! ¡Para siempre! Anoche, todas las iglesias del mundo se iluminaron por dentro, por el triunfo del Señor, por el triunfo de la Vida. Y esta alegría cantada siempre pasa del YO al NOSOTROS. Ya que, cuando muchos corazones redimidos se encuentran, se produce el milagro de Vida y el Amor compartidos, y esto se debe de gritar, de anunciar, de predicar. Sobre todo hoy, cuando el pesimismo de la construcción familiar y social amenaza con la bandera de la imposibilidad. ¿Qué me dice hoy a mí el triunfo de la Vida? ¿Qué me hace sentir saber que la muerte ha muerto y que siempre cuento con Jesús Vivo y Resucitado? ¿Esta experiencia me conduce al encuentro con los demás? Escucho cómo rebosa mi corazón de alegría y busco acercarme más a los demás  y al Señor. 

 

El Señor Resucitado provoca vida y comunidad. Provoca lazos de encuentro, de reconciliación y de esperanza. Podemos, pues, buscar juntos, en adelante, las cosas de arriba, el Reino de Dios. Podemos pedir que el Espíritu nos llene, nos consuele y nos transforme. Es la alegría de la Iglesia viva y vivificada en su Señor. Dejo que esta alegría interna sea fuente de vida en mí y la pueda manifestar en mi vida, con mi familia, con mis amigos, con mi iglesia, con los demás.

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